El cartel decía que había una fiesta en mi barrio que empezaba a las 17h00 de aquel viernes 26 de febrero. Con mucho colorido, nos decían que habría varias actividades infantiles, música y merienda. ¡Qué bien, un poco de animación en el barrio, en un día que se anunciaba triste y gris! Esto es lo que estaba previsto en Pza. Monasterio de Azuelo, barrio de San Juan (Pamplona).
Me acerqué por allí a las 17h10 y, cuál fue mi sorpresa, no había llegado nadie. Estaban los organizadores colocando unos carteles y terminando de instalar los preparativos. ¡Qué raro!, pensé, ¡si ya es la hora pasada! Alguna familia despistada daba vueltas a la plaza, a una hora en la que suele estar llena de churumbeles que disfrutan de los columpios después de la jornada escolar.
Y, de repente, los vi llegar. Un montón de gente cruzaba la calle Monasterio de la Oliva en dirección hacia la plaza. ¡Eran los participantes de la fiesta! Pero...¿de dónde habían salido todos juntos? Me imaginé que se habrían bajado de la villavesa en la parada de allí cerca.
Bien, el caso es que la fiesta podía empezar por fin. Un altavoz emitía una música chirriante de la que había que alejarse si se quería hablar con cierta calma. La chavalería que había llegado ocupó los columpios vacíos, lo que dio un aire de normalidad a una plaza que, de por sí, suele estar llena a esa misma hora. La organización preparaba la merendola. Y los participantes iban llegando. ¡Alguien habrá que sea del barrio!, pensé. Seguro que algunos habría, claro que sí.
Y, entonces, los oí. ¡Cómo no escuchar el sonido de los cencerros del Zanpantzar!. Cuatro joaldunak adultos y un niño dieron un par de vueltas a la plaza sin que nadie les hiciera demasiado caso. Pero yo pensé...¿y qué sentido tiene que estén aquí? ¿No son unos personajes que, a finales de enero, invitan a la tierra a despertarse de su letargo invernal, y que salen entre los pueblos de Ituren y Zubieta? No podía entender qué sentido darle a bajar de la montaña de forma tan extemporánea y desfilar bajo la música chirriante de un altavoz enorme entre la indiferencia de la gente.
Por último, llegó el momento de la foto "mundial" que estaba anunciada. La organizadora invitó a los participantes a congregarse en una foto de familia y, en efecto, eso era. Una familia en la que todos se conocían, que posó ante una serie de fotógrafos subidos en los columpios, para certificar con su alegre sonrisa el buen momento que estaban pasando. Sin embargo, sigo sin saber qué querrá decir una foto "mundial" en una plaza medio vacía.
Cuando ya terminé de comprobar que, aquella fiesta anunciada por el cartel, no me invitaba en realidad a mí, habitante del barrio, me marché. Además, el cielo amenazaba tormenta y yo no quería mojarme.
Calíope
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