La vida de Catalina de Erauso, la “Monja Alférez”, es la historia de una mujer que se construyó una identidad masculina para poder ser libre. Así consiguió ser militar en una profesión vetada para ella, y comportarse con la valentía que se esperaba de los soldados que lucharon en el Siglo de Oro español.
Nació en San Sebastián en 1585 en el seno de una noble y acaudalada familia. Su padre fue el capitán Miguel de Erauso, a las órdenes del rey Felipe III en la provincia de Guipúzcoa, y su madre doña María Pérez de Galarraga. A los cuatro años fue internada en el convento de Dominicas de su ciudad, junto con sus tres hermanas, mientras que sus tres hermanos se dedicaron a la carrera militar. Del convento escapó a los quince años cuando fue consciente de sentirse encarcelada y de querer buscar su propio camino.
Durante los tres años siguientes tuvo una vida de prófuga por diferentes lugares de España, trabajando como ayudante de importantes personajes relacionados con la corte del rey Felipe III y utilizando diferentes nombres como Francisco de Loyola o Pedro de Orive. Llegó a vivir dos años en Estella (Navarra), como paje de un importante señor de la localidad. Con dieciocho años, decidió embarcar en Pasajes hacia Sanlúcar de Barrameda para enrolarse como grumete en el galeón del capitán Esteban Eguiño, primo de su madre. Al parecer, Catalina sintió lo mismo que muchos vascos de su época: la llamada de Indias y el ansia de aventuras. Corría el año 1603.
En América ejerció varios oficios y se vio envuelta en peleas, conspiraciones, duelos y estancias en prisión por su carácter agresivo y valiente. Su aspecto masculino le permitía llevar una vida de soldado y luchador propia de la época. Después de una larga etapa en Perú donde ejerció como comerciante, se alistó a las órdenes del capitán Gonzalo Rodríguez para la conquista de Chile, en el año 1619. Su ejército arrasó las tierras y los bienes de los mapuches, y allí pudo mostrar su lado más belicoso como conquistadora, ganando fama de ser valiente y hábil con las armas. Fue en la batalla de Valdivia donde recibió el grado de alférez, en un lance en el que recibió tres flechazos y un lanzazo en el hombro por recuperar la bandera de su compañía que les había sido arrebatada por los indígenas.
Con posterioridad, estuvo viviendo en Santiago de Chile, donde sirvió a su hermano Miguel, secretario del Gobernador, sin que jamás la reconociese. Después de un duelo a espada entre los dos hermanos durante el cual éste cayó muerto, huyó a Argentina cruzando los Andes por una ruta de difícil tránsito. De allí pasó a Bolivia, donde se hizo ayudante de un sargento y volvió nuevamente a pelear contra los indígenas. Tras varios pleitos y problemas buscados, huyó a Cuzco y regresó al Perú. En 1623 fue detenida en Huamanga (Perú) a causa de una nueva disputa. Para evitar su ajusticiamiento, pidió clemencia al obispo local al que confesó ser, en realidad, una mujer que había sido novicia. Manifestó entonces que quería volver a su patria, donde quería hacer lo conveniente para conseguir su salvación, después de quince años de aventuras guerreras. El obispo la protegió y autorizó su viaje a España en 1624.
Fue recibida por el rey Felipe IV, el cual le mantuvo su graduación militar y le concedió una pensión por sus servicios a la Corona de España en el Reino de Chile. Además, la apodó la “monja alférez”, a la vez que le permitió seguir empleando su nombre masculino. Mientras el relato de sus aventuras se extendía por Europa, Catalina visitó Roma, donde fue recibida por el papa Urbano VIII, ratificador de la autorización real que le permitía vestir como un hombre. Se despidió de su vida militar en 1626 después de haberse enfrentado a un cardenal italiano que le reprochó que “no tenía más defecto que ser español”, a lo que ella respondió: “A mí me parece, señor, que no tengo otra cosa buena”.
Siendo consciente de que no tenía ya ningún vínculo con España y que su fama no le reportaba nada concreto, decidió regresar al anonimato que le ofrecía América. En 1630 se instaló en la Nueva España (México), donde trabajó como mercader y transportista los últimos veinte años de su vida. Murió por causas desconocidas en una fecha indeterminada, y parece que sus restos reposan en el pueblo de Cotaxtla.
No se sabe cuánto hay de cierto y cuánto de novelado en la vida de Catalina. El teatro clásico español cuenta con un buen conjunto de personajes femeninos que no se arredran; incluso se saltan normas legales y sociales para conseguir lo que buscan. Lo que parece seguro es que el disfraz de hombre le dio la posibilidad de salir de ese espacio interior en el que se confinaba a las mujeres (la casa o el convento). Comportarse como un hombre de la época le brindó la posibilidad de ampliar horizontes y vivir de acuerdo con su naturaleza.
Calíope
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