En
la particular y dramática historia mundial del terrorismo, el capítulo
nacionalista de carácter secesionista, ocupa un espacio privilegiado.
Diversos
grupos nacionalistas, especialmente en Europa central y oriental, recurrieron
al terrorismo a lo largo del último tercio del siglo XIX; al ser concebido como
un instrumento apropiado a sus pretensiones secesionistas desde una perspectiva
utilitarista de coste/beneficio.
Fue
en los Balcanes donde, en lucha contra austro-húngaros y turcos, surgieron
potentes organizaciones nacionalistas que pervivirían durante décadas; alguna
de ellas netamente terrorista. Recordemos, particularmente, a la Organización
Revolucionaria Macedonia del Interior (IRMO) y a la Mano Negra serbia.
El
nacionalismo, como fuerza política emergente, llegará a jugar un rol decisivo en
los inicios del siglo XX, eclosionando en la Primera Guerra Mundial y los
nuevos Estados nacidos de la muerte de los tres imperios que aquélla fulminó:
el ruso, el austro-húngaro y el otomano.
Por
otra parte, el fin de la Segunda Guerra Mundial marcará el empujón decisivo a
las luchas anticoloniales y de liberación en el Tercer Mundo, y la subsiguiente
creación de jóvenes naciones por todo el mundo; desembarazándose de las
decadentes potencias europeas y del Japón derrotado.
Décadas
después, la descomposición de Yugoslavia y la caída de la Unión Soviética desatarán
otra “primavera de los pueblos”; permaneciendo enquistados hoy algunos
conflictos de entonces (Kosovo, Crimea, Transnistria...).
Pero
los movimientos nacionalistas irredentos no sólo aparecen en los territorios de
antiguos imperios en descomposición o en el Tercer Mundo. También brotarán en
el seno de jóvenes naciones occidentales, caso de los separatistas francófonos
de Québec (en Canadá), y también en la civilizada, vieja y aparentemente muy
delimitada Europa occidental: entre otros, separatistas vascos y catalanes en
España y Francia, corsos y bretones en Francia, norirlandeses en el Úlster de
Gran Bretaña, flamencos en Bélgica...
Nacionalismo
viene de nación; pero no se trata de conceptos unívocos, experimentando ambos
diversas vicisitudes y múltiples reelaboraciones.
Por
lo que respecta al término nación (derivado de nacer), su origen se encontraría, según diversos autores, en la
medieval Universidad de París, en la que los estudiantes se agrupaban por
naciones de procedencia, sentándose en diversos bancos o concilios.
Con
la Revolución Francesa se extiende por toda Europa el concepto liberal de
nación, o “nación política”,
entendida como un sujeto político distinto del rey o de cualquier otro poder, y
superior a los individuos que lo forman. Así, una nación podría agrupar a
diversos pueblos; siendo ésta la única titular de la soberanía política y la
competente para crear un Estado si así deseaba.
Ya
en el siglo XIX se desarrolla otra perspectiva del concepto, entendida como “nación cultural”, esgrimida por
movimientos nacionalistas que careciendo de un Estado propio, pues formaban
parte de otro más amplio, reclamaban la facultad de crear uno. Así, desde esta
perspectiva, toda nación debería dotarse de un Estado. Pero, ¿sobre qué
factores podía concebirse la nación? Esta perspectiva del nacionalismo cultural
basará su consistencia en factores tales como el idioma, la etnia, la cultura,
las costumbres, la religión... De todo ello arrancará el “principio de las nacionalidades” y el
“derecho de autodeterminación de los
pueblos”, entendido al modo de los partidos nacionalistas de todo el
mundo; es decir, como la facultad de la que sería titular cada nación para el
acceso a su propio Estado, aunque sea disgregándose de otro plurinacional. No
obstante, esta última perspectiva ha sido rechazada por Naciones Unidas.
El
estado actual de la cuestión bien puede resumirse en el siguiente párrafo
procedente de la decisión de 20 de agosto de 1998 del Tribunal Supremo de
Canadá relativo a la pretensión de secesión de Québec, en la que se afirma que:
«El derecho a la autodeterminación en derecho internacional da […] apertura al
derecho de autodeterminación externa
en los casos de antiguas colonias; en el caso de pueblos oprimidos, como los
pueblos sometidos a una ocupación militar extranjera; o aun en el caso en el
que un grupo definido vea negado un acceso real al gobierno para asegurar su
desarrollo político, económico, social o cultural. En estas tres situaciones,
el pueblo en cuestión goza del derecho a la autodeterminación externa porque se
le niega la facultad de ejercer, en lo interno,
su derecho a la autodeterminación».
En
este consenso legislativo y doctrinal internacional, el llamado “derecho a
decidir”, tan ampliamente esgrimido por los separatistas catalanes, simplemente
no existe (http://elpais.com/elpais/2014/10/10/opinion/1412946101_991126.html).
No
es sencillo, en suma, aprehender el concepto de nacionalismo en el marco de una
teoría global dada su versatilidad y enorme casuística. No obstante, podría
caracterizarse como la opción política que hace de la defensa de una identidad
nacional el eje de toda su acción pública y privada. El nacionalismo es, en
principio, una doctrina legítima, manteniendo una compleja relación con una de
las virtudes cívicas más relevantes: la del patriotismo.
Actualmente
en Europa, salvo Portugal e Irlanda, cada Estado–nación ha generado una
cultural nacional que es la suma de las aportaciones de las diversas culturas
que la integran. De esta manera, numerosas minorías nacionales conviven en el
seno de los diversos Estados nacionales, habiéndose constituido numerosos
partidos y movimientos nacionalistas que reclaman, según su mayor o menor
radicalismo, desde el mero reconocimiento administrativo de su identidad
–especialmente en el plano lingüístico– hasta al ejercicio del derecho de
secesión.
El
nacionalismo, al igual que otras ideologías políticas, puede degenerar en una
versión radical de tintes totalitarios. Será, en estos casos, cuando llegue a
derivar en movimientos terroristas que se parapetan en viejas –o novísimas–
reivindicaciones nacionalistas.
¿Cómo
discernir si un movimiento nacionalista deriva hacia posturas totalitarias?
Existen algunos síntomas contundentes: el empleo de la violencia política en
sus diversas expresiones (incluida la terrorista); la promoción de que etnia u
otro factor cultural-ideológico (como el idioma) predeterminen la ciudadanía
del futuro estado; la pretensión de exclusión de todos los que no participen de
su proyecto. Desde tales “mimbres” se asume una táctica característica de toda
ideología totalitaria: la concepción del oponente político como “el otro”, quien carece de cualquier
derecho pues encarna el “mal absoluto” que la “lucha armada” se encargaría de erradicar.
Debemos
resaltar otra circunstancia histórica. El nacionalismo excluyente y violento
también puede casar, cuestión aparentemente difícil de conciliar, con otras
ideologías sustancialmente totalitarias, por ejemplo el marxismo-leninismo;
siendo, el de ETA, el caso más llamativo. Pero también puede hacerlo con un fundamentalismo
pseudorreligioso; caso del wahabismo
islamista entre los independentistas chechenos.
La Conferencia Episcopal Española se posicionó en
relación a estos temas de una manera inequívoca, desde una perspectiva moral,
mediante su Instrucción Valoración moral del terrorismo en España, de sus
causas y de sus consecuencias, de 22 de noviembre de 2002 (http://www.conferenciaepiscopal.es/documentos/Conferencia/valoracion_terrorismo.htm).
El anterior documento está estructurado en 44
puntos, calificando al terrorismo como forma específica de violencia armada. En
él se valora, como particularmente necesario, un juicio del terrorismo, al que
define como terror criminal ideológico; calificándolo de “intrínsecamente perverso y nunca justificable” y como “estructura de pecado”. Se denuncian sus dos efectos más
importantes: la extensión sistemática del odio y del miedo. Considera inmoral “toda forma de colaboración” con
el mismo. Y se remite al “nacionalismo totalitario” como matriz del terrorismo
de ETA. En el punto 29 equipara al nacionalismo que pretende
la independencia, por encima de todo, con el “individualismo
insolidario”
de las personas. Por otra parte, afirmando que «La Doctrina Social de la Iglesia reconoce un derecho real y originario
de autodeterminación política en el caso de una colonización o de una invasión
injusta, pero no en el de una secesión», se asume como
propia la postura del Derecho Internacional y Naciones Unidas al respecto. Por
último, se proponía la misma Iglesia –dentro de un abanico de medidas orientadas a
la conquista de la paz– como instrumento de acompañamiento a las víctimas y de
conversión para los terroristas.
Hoy día, cuando se intenta imponer incluso
desde instituciones estatales un “relato del terrorismo” de sesgo equidistante,
que persiguen la distorsión y el olvido, conviene recordar aquel documento
excepcional de la Conferencia Episcopal católica española: aportación formidable
al sentido común, invocación al esclarecimiento de conciencias y
comportamientos individuales y colectivos, llamada al diálogo a la adormecida y
olvidadiza sociedad española.
Sila Félix
Es muy significativo que Bildu esté apoyando con tanta visibilidad el movimiento secesionista en Cataluña. Ya hemos visto que lo tiene todo para ser totalitario. Para tomar buena nota en Navarra.
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