Los sucesos sufridos en Cataluña, a lo largo del día primero de octubre, han sido el fruto inevitable de una doble dinámica. Por una parte, la desplegada desde el independentismo al margen de la única legalidad vigente y del mismísimo sentido común; habiéndosele posibilitado –desde un Estado central acobardado y siempre a rebufo de los acontecimientos- la construcción de un “contrapoder” en buena medida solapado a unas instituciones que nominalmente siguen siendo Estado español. La inhibición de los Mossos –como fuerza armada estatal de orden público- ha sido particularmente significativa.
Por otra parte, la fractura social y territorial actual es fruto, decíamos, de la inacción del Estado y la pasividad de los sucesivos gobiernos españoles, durante décadas, ante los avances marcados desde la agenda independentista. Convencidos de que todo se resolvía con “más dinero”, su estrechez de miras les ha impedido visualizar el escenario al que irremediablemente -de no poner frenos o introducir rectificaciones- Cataluña estaba encaminada; circunstancia que ya denunciaran en su día no pocos patriotas. Que un Felipe González haya declarado, ahora, que él ya habría aplicado el artículo 155 de la Constitución, no deja de ser un ejercicio de cinismo y oportunismo personales. Un comportamiento análogo al de tantos políticos, intelectuales y oráculos mediáticos que han “descubierto” repentinamente la naturaleza exclusivista, sectaria y rupturista del independentismo pancatalanista en sus diversas expresiones de poder: adoctrinamiento escolar, imposición lingüística, falsificación de la Historia, corrupción institucional, deslealtad con los connacionales, etc.
Ambas dinámicas responden, en su esencia, a la rebelión de unas élites que, en conjunto, han roto amarras con el pueblo español. Esta nueva oligarquía se ha adherido a una globalización universalista, marcada por los intereses materiales y simbólicos de las grandes corporaciones, los poderes financieros y los centros de difusión mediática; todos ellos interrelacionados a modo de “casta” que designa sus integrantes por cooptación en el ámbito que sea. En el caso independentista, esas élites han impulsado un meticuloso programa rupturista inextricablemente mezclado y prostituido por sus intereses y corrupciones económicas. Nunca mejor pudo afirmarse, como hoy, que “el patriotismo –de los Pujol, Mas y tantos otros- es el último refugio de cobardes y corruptos”.
En el caso de las élites nominalmente asociadas al Estado español, tales vienen renunciando a la política en beneficio de la economía y de sus propios intereses de casta. De ahí la torpeza y tardanza en la respuesta dirigida por Mariano Rajoy, la cual no deja de ser un triste corolario de tantas renuncias ante una minoría separatista en permanente chantaje y extracción de los recursos de la nación española.
La política -es decir el orden de los fines que toda sociedad sana debe afrontar al servicio del bien común y cuya determinación corresponde al conjunto del pueblo soberano- ha sido sacrificada en aras de una gestión económica, en gran parte opaca, cedida a los “expertos”; ya residan en Bruselas, ya en otras ciudades españolas. En consecuencia, la cultura y la educación se han convertido en coto cerrado y campo de experimentación de intereses corporativistas al servicio de los tópicos políticamente correctos y del pensamiento radical-progresista; adversarios acérrimos del patriotismo nacional, la vocación de servicio, el altruismo, la transmisión de la tradición, los valores asociados a la autoridad, etc.
Semejante conjunción de factores ha determinado la “tormenta perfecta” que está cuarteando la viabilidad del proyecto nacional español.
Las élites, que además han instrumentalizado a los partidos políticos parlamentarios hasta reducirlos a meras oficinas electorales despegadas de la sociedad civil, únicamente responden a sus propios intereses materiales; de ahí su indiferencia y falta de tono ante el destino de la nación española y de la soberanía popular. Mientras tanto, la sociedad civil española agoniza: desorganizada, ninguneada por los políticos profesionales y golpeada por el indiferentismo moral y ético impulsados desde los centros de producción intelectual. Una realidad que también es deudora de sus propias carencias históricas y rutinas estructurales: dependencia de los poderes establecidos, pérdida de independencia, envejecimiento, incapacidad para dotarse de nuevos instrumentos comunitarios… Las manifestaciones patrióticas acaecidas estos últimos días, en tantos municipios españoles, huérfanas de partidos políticos y líderes sociales, son muestras inequívocas de una sociedad gravemente enferma.
El destino de España no está cerrado; por muy gigantescos se presenten tantos obstáculos. Pero para que España sea un proyecto sugestivo de vida en común, en palabras de Ortega, la memoria histórica deberá recuperarse para poder dibujar el futuro. La sociedad civil, por su parte, deberá volver a ser “carne” y cultura que eduque a las nuevas generaciones. El pueblo español, en su conjunto, deberá redescubrir la política para volver a ser un actor decisivo en las decisiones pertinentes a su destino.
Nada de lo que ocurre en Cataluña, como en el resto de España, es indiferente a Navarra. Por ello manifestamos nuestra protesta, nuestra esperanza y nuestra determinación. Como pueblo que somos, es nuestra obligación recuperar la política al servicio de la nación, dotando de sentido, continuidad y vida a España; por todo ello reclamamos el protagonismo que se le debe al pueblo español en la construcción de la patria.
Sila Félix
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