Uno de los efectos no programados de la rebeldía perpetrada por la oligarquía separatista catalana –y el movimiento radical-izquierdista que paradójicamente le secunda- ha sido la colocación de cientos de miles de banderas españolas en ventanas y balcones de viviendas particulares distribuidas por toda la geografía patria. Es un movimiento espontáneo: propuesto desde las redes sociales, ningún gran partido español, pero tampoco ninguna otra fuerza social articulada relevante, promovió esta movilización que, en algunas ciudades próximas a Navarra –caso de Logroño, Soria o Zaragoza- ha alcanzado unos niveles muy llamativos; un verdadero éxito y un hito en las escasas movilizaciones identitarias españolas.
En contraste a este fenómeno viral, en Navarra han sido muy pocas las banderas nacionales visibles. Es pertinente, pues, interrogarse acerca de las raíces de este comportamiento que, cualquier observador atento, bien puede percibir como anómalo.
Proponemos las siguientes tesis.
1.- La primera causa de esta inhibición colectiva debe remitirse, inevitablemente, a los perversos efectos -prolongados en el tiempo- del terrorismo. Ya hicimos referencia a ello al rememorar el cobarde atentado que acabó con la vida del comandante D. Joaquín Imaz Martínez hace ya 40 años: en esencia, y de manera prioritaria, todo grupo terrorista pretende la extensión del miedo, del silencio, de la inhibición y de las complicidades de las que pudiera servirse.
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El terrorismo, además de las muertes ocasionadas y demás daños humanos y materiales, muchos de ellos irreparables, se despliega en varios niveles: social, envenenando las relaciones interpersonales; político, condicionando la agenda de todos los actores públicos; personalmente, interiorizando códigos psicológicos de evasión y huida; materialmente, detrayendo cuantiosos recursos en su combate. Todo terrorismo tiene, pues, la voluntad de pervertir los mecanismos de socialización colectiva.
Sin duda, Navarra ha sido una de las comunidades españolas más castigadas por el terrorismo de las diversas ramas de ETA, del FRAP en su día, de los dinamiteros de Iraultza y por los Comandos Autónomos Anticapitalistas. Los GRAPO, afortunadamente, nunca operaron en esta tierra.
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Múltiples familias y colectivos se vieron expresamente atacados y amenazados durante décadas: de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, militares, funcionarios de prisiones, jueces, sencillos patriotas, concejales de UPN, periodistas, empresarios, activistas sociales. La violencia terrorista también alcanzó a otros inocentes que únicamente cometieron el error de encontrarse en el lugar y momento equivocados.
A resultas de tales atentados, de la acción de sus redes de chivatos y de la presión coadyuvante procedente de todo su soporte social y político afín, el miedo y el terror se extendieron capilarmente por buena parte de la sociedad navarra; mientras que los primeros se recreaban en ella indisimuladamente y jaleaban a los verdugos. Por último, un tercer espacio social se inhibía; pues todo aquello “no iba con ellos”.
Hoy día ETA ya no mata, pero buena parte de sus perversas dinámicas siguen perpetuadas en muchos comportamientos individuales y colectivos de la sociedad navarra. Así, además del desprestigio que se ha ganado el ejercicio de la política por sí misma, se ha extendido, por puro instinto de conservación, el imperativo de “no meterse en política”, “no significarse”, “no complicarse la vida”. Estos comportamientos, sin duda, son legítimos, pero, ¿son sanos? ¿Son democráticos? Ni lo uno, ni lo otro. Una sociedad democrática adulta, responsable, abierta y tolerante puede –y debe- participar en política; expresarse libremente; concertar ideales, intereses y necesidades; celebrar sus festividades y disfrutar de sus símbolos comunes; exteriorizar los sentimientos patrióticos. Y todo ello independientemente de la conciencia crítica que pueda existir ante todo ello, que siempre la habrá. En suma: si antaño lucir una bandera española –en un coche, en un reloj de muñeca, no digamos ya en una casa- era señalarse como potencial objetivo terrorista, la necesidad ha devenido costumbre por completo interiorizada y “normalizada”. Un comportamiento social patológico, por tanto.
2.- En segundo lugar, no puede obviarse que las posiciones políticas mantenidas por las izquierdas, generalmente, en el conjunto de España, han estado orientadas al arrinconamiento de la bandera nacional en fachadas y despachos de edificios públicos, y no en todos. Ya fuere por complejos doctrinarios o prejuicios políticos, ya por explícita hispanofobia, el conjunto de las izquierdas y sus dos grandes partidos –PSOE e IU hasta la irrupción de Podemos- renunciaron a un uso normalizado de la enseña nacional al modo de los países europeos del entorno; siendo constantes sus desprecios hacia la misma y reiteradas sus muestras de desconfianza. Percibida por estas fuerzas sociales como una expresión sospechosa de posiciones criptofranquistas, nunca han asumido la posibilidad de una educación cívico-patriota para todos los españoles.
3.- En la génesis de esos comportamientos tan propios de las izquierdas, siempre se alegó el intento de instrumentalización de los colores nacionales, durante un tiempo ya lejano, por parte de la extrema derecha más obtusa; también en Navarra. Con unos esquemas mentales y organizativos propios de la tercera década del pasado siglo, algunos grupos ejercitaron buenas dosis de violencia irresponsable, carente de cualquier talento político y trasfondo ético: apaleando manifestantes; “marcando” comercios, de propietarios supuestamente hostiles, pintando en sus exteriores esvásticas; ataques a librerías; intentando monopolizar algunos funerales de víctimas del terrorismo; amenazas diversas… Por mucho que pretenda, algún nostálgico de aquellas bandas de las cadenas, justificar o contextualizar tales episodios, lo verídico es que semejantes comportamientos generaron, en ciertos sectores sociales, una inevitable alergia ante cualquier exhibición de los colores rojo y gualda; alimentada por no pocos medios de comunicación, ciertamente. Aquellas violencias, y otras muestras de pura fanfarronería y exhibicionismo, generaron, como no podía ser de otra manera, anticuerpos de larga duración; así como el descrédito de sus ideales. Hacer alarde, todavía hoy, de tan desafortunadas actuaciones, sólo puede explicarse desde una enfermiza distorsión de la realidad, como fruto de torpes mistificaciones, o por inconfesables intereses.
En todo caso, este tercer factor debe entenderse como poco operativo en la actualidad, no en vano todo aquello fue sufrido por unas generaciones en proceso de relevo vital; otro asunto es que tal percepción haya encontrado continuidad en la vulgata aburguesada, antiespañola y cosmopolita de hoy.
4.- Las campañas realizadas en Navarra por algunos colectivos patrióticos, colocando banderas españolas, pegatinas, carteles y pintadas con análogas funciones simbólicas, han sido respondidas, por una parte, mediante batidas sistemáticas encaminadas a su absoluta erradicación. La aberchalada etarra, y demás radicales de izquierda, han desplegado no pocas energías en su intento de eclipsar hasta la mínima presencia española que pueda romper su pretensión de totalitaria unanimidad. Cualquier conocedor de la realidad de nuestros pueblos y ciudades ha percibido tales movimientos; pero también el silencio y la inhibición de los partidos políticos y medios sociales que debieran manifestarse proclives al sostenimiento de tales activismos. Semejante inhibición, seguramente, desanima a muchas personas y medios orientados a la movilización patriótica por entenderse desasistidos.
5. Abordemos un ulterior factor; acaso el más conflictivo y correoso en su delimitación, que pudiera incidir en esta desmovilización. Nos referimos al empleo de la bandera de Navarra como principal recurso antiseparatista, excluyendo la propia bandera española. No pretendemos cuestionar la legitimidad y razones de las movilizaciones que han tenido lugar hasta hoy –y que el próximo 3 de diciembre acaecerán sin duda- en defensa de la bandera “de todos los navarros”: nos sumamos en su día, y trabajamos duro por ello, a costa de nuestra seguridad, tranquilidad y sueño. Pero ello no implica aceptación ciega y acrítica de todo tipo de consignas y decisiones externas. Se nos dijo que “no era el momento” de lucir la bandera española, entonces, ¿cuándo será? De tal modo seguimos interrogándonos: la bandera española, ¿acaso no es de todos los navarros?
Ciertamente, la movilización popular en defensa de la bandera de Navarra culminada el 4 de junio de Pamplona, tomo al cuatripartito con el pie cambiado; pero no confundió a nadie. Salvo la presencia a título individual, el 4 de junio pasado, de algunos podemitas irreductiblemente navarros –frente al cosmopolitismo multicultural de la mayoría de los suyos- no se ha observado que ningún separatista acudiera a esta manifestación o instalara la bandera navarra en su balcón; salvo en sus deformaciones simbólicas panvasquistas o napartarras. Y en número creciente.
El navarrismo es lento en sus movilizaciones y movimientos; además, una vez movilizado, asume rápidamente la plácida y engañosa sensación colectiva del deber cumplido. Por otra parte, en las actuales circunstancias, instalar una bandera española en el balcón “marca” y “etiqueta” muchísimo más que exhibir “la que une a todos”. De tal modo, la consigna de colocación de banderas navarras ha podido derivar en un freno más –seguramente no buscado- a la movilización de estas semanas por toda España.
Entendemos que es un error táctico muy notable limitarse a defender la bandera de Navarra exclusivamente, o muy por encima, de la bandera que une a todos los españoles. Desde las instituciones y el control de los espacios públicos, los grupos panvasquistas empiezan a monopolizar e intentar apropiarse de la mismísima bandera de Navarra; con sus característicos diseños deformados, pero banderas rojas al fin. Y de persistir esta tendencia, si nuestra seña de identidad colectiva es desnaturalizada a fuerza de la machacona perseverancia hiperactivista de los separatistas –tan entrenados a todo tipo de movilizaciones-, a UPN y demás fuerzas navarristas no les quedará símbolo ni espacio en el que refugiarse; salvo etéreas peroratas foralistas de una tradición que casi nadie conoce ya, menos entiende y excepcionalmente ejercita.
Si el navarrismo quiere tener un futuro, debe ser audaz y valiente enarbolando con decisión la bandera que une a todos los navarros con los demás españoles; en caso contrario su espacio se achicará lenta e irremediablemente. O regresa a los orígenes y dinámicas de la Navarra Hispánica o se agotará ante propuestas antagónicas que, aunque falsificadas y perversas, terminen imponiéndose en la realidad social por su consistencia comunitaria.
Sila Félix
Es uno de los problemas del navarrismo: mucho navarrero de apellido y poca sangre.
ResponderEliminarY el papel de un carlismo, en descomposición doctrinal y simbólica, ¿no pudo pesar también en su día y se ha traslado hasta hoy mismo?
ResponderEliminarMiedo, seguro, pero sobre todo: COMODIDAD. Y que curre el vecino.
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